sábado, 1 de agosto de 2015

Hija de la luna

Las cascadas verdes brotan hacia este valle de las neuronas caídas. El solsticio de verano me hizo perder dos kilogramos de materia gris, que ahora flotan en el espacio, grumosos. El tiempo pasa muy deprisa cuando estoy falta de neuronas. Se evapora junto al sudor sobre ese labio anhelante, del color de esos peces coralinos que se ocultan en las anémonas, entre burbujas y peces de invernadero. Se evapora junto al mar, que deja un reguero de sal en ese cuello níveo, surcado por ríos que rezuman vida.
Soy un pez luna que aletea en una pecera demasiado pequeña. Boqueo en un trace de asfixia y ansia; estoy dentro de un bote de almíbar. Soy un pez luna almibarado, sin pecado ni virtud, sin cicatrices; un pez luna que flota en la negrura, siguiendo con la mirada a su madre, en el cielo colgada, secándose del amor que la dejó embarazada. Pare en cada ciclo, ha estado creciendo; preñada, romperá pronto aguas en una lluvia de plata, y dará a luz a una hija de la luna, una sonámbula que haga a Manrique perseguir velos blancos por la ribera del Duero, entre juncos, sombras y plata. Lo que Manrique no sabía era que su rayo de luna sentía y pensaba. Tampoco sabía que ella estaba más loca que él. Porque la hija de la luna no quiso ilusionarlo; sólo quiso ser una lunática y jugar mientras durara el ciclo, antes de esfumarse en sus narices. Al fin y al cabo, ¿qué vas a esperar de un rayo de luna?

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