jueves, 16 de abril de 2015

La ceniza de Alejandría

El viento es un niño fantasma que juega a la vida. Murió en la Guerra Civil pero no lo sabe; ahora juega a un eterno pilla-pilla entre trincheras, cadáveres, banderas y tonterías. Arrastra hojas caídas y lágrimas en su carrera frenética. Conoce el hambre, el miedo y la no-risa.
En el cielo negro terciopelo, cada una de las estrellas es un recuerdo, un despiste de la Muerte. Los muertos han dejado su estela y parpadean en la lejanía, llamando a los vivos, dando fogonazos como el faro de Alejandría.
Y Alejandría llameó como la antorcha de su faro
cuando el imbécil de César
quemó los papiros centenarios.
Con razón le dieron
esos golpes de hierro en el Senado.
Y también, por ser un egocéntrico y
por escribir días de la marmota soporíferos
y enrevesados.
En Alejandría, Cleopatra permanecía hierática
como una estatua de acero y arena.
A Nietzsche le habría caído mal por ser tan estática
y por renegar de la vida.
Pero, ¿quién no habría muerto
de añoranza por los libros alejandrinos?
Incinerados como cadáveres dothrakis,
volando con la ceniza del mito y del olvido.
El niño viento hace a las cenizas de historia momificada
bailar como si estuvieran vivas.
Bailar como nunca lo habrían hecho
de haber seguido intactas, de haber perdurado
en este científico tiempo,
en esta ilógica vida.

Cleopatra en su estoicismo persistía.
Le embargó el miedo a los imperios
y a los gilipollas poderosos.
Cleopatra se hizo puta
sólo para salvar su honra,
su orgullo y su mala hostia.
Qué paradoja la vida,
qué paradoja la historia.

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